El Luterano y el escudo de Riobamba
Hace ocho años, el periodista e investigador Juan
Carlos Morales Mejía presentó en la obra “Riobamba: del Luterano al terremoto”
una nueva versión de los hechos reseñados anteriormente. En ella se devela el
juego de intereses de acomodados habitantes de la Villa y se descubre la
historia del hombre que simbólicamente permanece asesinado en nuestro escudo de
armas.
Morales acudió al trabajo de Laura Pérez de Oleas
Zambrano, publicado en “Museo Histórico” (órgano de difusión del Museo de
Quito) en 1953.
Entre 1571 y 1575, en las colonias españolas como
en todo el mundo occidental, estaba instaurado el poder de la Religión
Católica, que había encontrado en la Santa Inquisición el aparato coercitivo
para evitar prácticas consideradas como frutos del demonio y la hechicería.
La persecución avanzó hasta quienes no practicaban
la misma religión, aún más cuando estaba fresca la Reforma causada por el
rebelado fraile Martín Lutero. De ahí que su nombre era oído con horror y como
símbolo del sacrilegio.
Parte de la tragedia del médico austriaco Sibelius
Luther, fue precisamente tener un apellido similar al de aquel fraile
considerado maldito. De Luther, el apelativo pasó fácilmente a Luterano.
El extranjero apareció en Guamote, y desde el
principio llamó la atención porque gustaba de recolectar flores, plantas e
insectos, los cuales guardaba cuidadosamente en una caja. Siempre se lo veía
acompañado de un perro y de un caballo negro con destellos rojizos.
Lo poco que se sabía de él era terrible, pues había
huido de Hungría, tras un crimen pasional del cual fue víctima su propio
hermano. Como una forma de purgar sus penas, dedicó su labor científica a curar
a los indígenas y menesterosos. Pronto fue conocido como “Padre Blanco” entre
ellos.
La veneración que inspiraba Luther entre los
indígenas no fue bien vista por el cura del Corregimiento, Horacio Montalván,
quien prohibió que le vendieran productos y conversaran con él.
Luther recorrió por mucho tiempo la aldea, pero no
pudo conseguir pan, leche, vino, harina o siquiera un vaso de agua. Su ánimo
cambió considerablemente y su presencia se fue desgastando.
Un día se acercó a un merendero y solicitó un poco
de pan. La mujer que atendía se indignó ante la sequedad y le exigió que
pidiera en nombre de Dios. Luther se negó a hacerlo y desde entonces fue
considerado un blasfemo que renegaba de Dios.
Lo sucedido trascendió en todo el pueblo y llegó a
oídos del cura Montalván, quien decretó la excomunión del extranjero. Pero no
fue todo, un día al encontrarlo, ordenó su arresto para ser juzgado por el
Santo Oficio. Tras una bofetada, Luther firmó su sentencia de muerte al
vociferar: “Ave agorera… Algún día cortaré esas manos que se levantan injustas
sobre mí”.
El médico logró escapar y se internó en lo profundo
de las cuevas. Allí terminó de desquiciarse.
Durante la misa del 29 de junio de 1575, cuando la
iglesia lucía abarrotada de fieles, un hombre cubierto con una capa negra
avanzó silenciosamente hasta el altar y en el momento que el cura Montalván
pretendía consagrar lo atacó. Era Sibelius Luther, quien pretendía cortar las
manos del sacerdote. “Nunca más volverás a ultrajarme ni a consagrar con esa
mano maldita”, dijo.
Los asistentes impidieron que se concretara la
acción y sacaron sus espadas para victimar al Luterano.
. Así se hizo, pero los
indios se encargaron de recoger las cenizas en una vasija para luego enterrarla
muy hondo en las cercanías de la Laguna de Colta, para que el Padre Blanco
nunca los abandonara. Y ya conocemos la orden real para la asignación del
escudo de armas.
Hasta aquí los hechos, contados a la luz de nuevos
datos. Morales Mejía argumenta que el asesinato del “Luterano” se fue
consolidando como un imaginario colectivo para solicitar a España la categoría
de villa
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